El gran apagón, la evidencia de un país colapsado
o.- La Habana. (Carla Gloria Colomé) Un carro estatal con altavoz recorre con lentitud el barrio de El Vélez. Avisa a los vecinos que si no tienen luz es por culpa del bloqueo que mantiene Estados Unidos contra Cuba. Nadie les cree. Ya han oído lo mismo otras veces. Dan la espalda. Son las cuatro de la tarde del sábado en la provincia de Pinar del Río, en el occidente de la isla, y la gente tiene los rostros demacrados, cansados y ojerosos, como una tropa diezmada, como un coro atribulado, como los personajes del set de la película del fin del mundo.
Ningún niño está en la escuela, pero tampoco corriendo en las calles. Algunos adultos se balancean en los sillones de los portales de sus casas. Hay un sol que quema y un silencio que aplasta. Desde el viernes, el país quedó completamente a oscuras por el colapso de su principal termoeléctrica, pero la gente, a diferencia de otros apagones, está rara, mucho más solemne, y lo estará si incluso llega la luz. Están de acuerdo en que no se trata de un apagón más.
En El Vélez, donde todo parece muy triste, la gente ha sacado al patio o la calle sus fogones de carbón. El hospital pediátrico cercano está casi colapsado, hay niños durmiendo sobre camas improvisadas a lo largo de los pasillos. Apenas hay agua y dicen que la planta del hospital solo está destinada a las salas de oncohematología, terapia intensiva y cuidados progresivos. Han llegado de urgencia unos tres casos de niños de entre dos y tres años, que bebieron petróleo del pomo que utilizan sus padres para cocinar cuando no hay luz, o para encender las lámparas caseras que abren paso en la profundidad de un apagón.
En la noche del jueves se oyó gente en el Vedado habanero protestando con calderos en medio de la oscuridad. El apagón es probablemente el momento que más envalentona a los cubanos. Pudiendo esconderse en el anonimato que trae la falta de luz, para que la policía política luego no pueda ponerle rostro y nombre a la protesta, los cubanos en los últimos tiempos han aprovechado el apagón para lanzarse a las calles. Hay pocas cosas que les molesten tanto como la falta de luz. Pareciera que están acostumbrados, pero lo cierto es que nadie se adapta a las gotas de sudor corriendo por la frente, la ola de mosquitos como fieras, a la poca comida pudriéndose en la heladera, a los uniformes de los niños estrujados, al abanico de cartón para echar aire al bebé que no se duerme y no para de gritar.
En los días de apagón, Cuba se divide entre los que tienen grupo electrógeno y los que no, entre los que duermen con ventiladores recargables o los que apenas duermen, entre los que les dura la linterna o los que prenden un mechero de alcohol. El apagón se vuelve una cuestión de clase y de supervivencia. Pero lo que pasa con uno masivo, con un apagón que acumula tantas horas como el que comenzó el 18 de octubre, es que, en algún punto, iguala a todos los cubanos. Hay un tiempo en que se acabará la batería del ventilador, la luz de la lámpara recargable o el petróleo con el que echan a andar las plantas eléctricas y todo el mundo ocupará el estatus de la fatalidad, del cansancio y del obstine.
A Donaidis, que lleva casi 30 horas sin luz, se le echó a perder la leche que toma su bebé de siete meses. Dice que tiene rabia; más que calor, más que ganas de un vaso de agua fría, siente rabia. Cuenta que en el pueblo el gobierno obligó a varias personas a hacer guardia en las sedes del Partido Comunista y otras instituciones que podrían ser puntos de encuentro de una protesta.
Por momentos no parece que lo que esté ocurriendo en Cuba sea un apagón, un corte más de luz. Hay una sensación de que se trata de un apagón diferente, más oscuro, más desolador. No como el de hace una semana ni como el de hace dos años, sino el gran apagón que ha resultado de la acumulación de todos los anteriores. La evidencia de un país colapsado, un país que pide a gritos que lo enciendan de una vez. Entre todas, una frase se ha popularizado entre algunos cubanos en las últimas y largas horas a oscuras: la noche no será eterna. © El País, SL (La Nación, Buenos Aires, 21/10/2024)